A menudo, en las fiestas (a las que evito concurrir siempre que puedo) alguien me da un fuerte apretón de manos, sonriendo, y después me dice, con aire de jubilosa conspiración: "Sabe, siempre he deseado escribir."
Antes, yo trataba de ser amable.
Ahora, contesto con la misma regocijada excitación: "Sabe, siempre he deseado ser neurocirujano."
Me miran con perplejidad. No importa. Últimamente circula por el mundo mucha gente perpleja.
Si quieres escribir, escribes.
Sólo escribiendo se aprende a escribir. Y ése, en cambio, no es un buen sistema para enfrentarse a la neurocirugía.
-JOHN D. MACDONALD-

domingo, 19 de diciembre de 2010

Espejo Rojo - Capítulo 3

CAPÍTULO 3

CIUDAD DE LUCES Y SOMBRAS




Siempre me emociono cuando vuelvo a casa de un largo viaje. Me encanta mi pueblo, las llanuras interminables, los bosques, los campos, el ganado (si eres capaz de ignorar el olor), pero no hay nada comparable al paisaje del norte. Las montañas, los desfiladeros y barrancos, los valles y los ríos… Es realmente hermoso, especialmente cuando hace un día como el que hacia cuando volvía, nublado, con los picos cubiertos por la niebla, los campos radiantes de verdor y humedad….
¡Me encanta!

Pero en esta ocasión, comenzaría a ver las cosas de otro modo. Tras lo que me había pasado en el pueblo, aunque en aquel momento no fuese capaz de recordarlo, me había vuelto más sensibles a cierto tipo de fenómenos que se dan a menudo en las grandes ciudades, pero que una persona normal no puede ver. La ciudad que tanto amaba, en cuyas calles había crecido, había aprendido tantas cosas y tantas aventuras había vivido, ahora iba a mostrarme una cara oscura y terrible.

Mi padre entró como un huracán en mi habitación, como todos los fines de semana. Levantó la persiana de golpe, y el sol me deslumbró.
-La comida está en la mesa. Si en cinco minutos no te has levantado, te quedas sin comer.
Y se marchó dando un portazo. Le eché un ojo al despertador. Las dos y media. La verdad es que tenía el estómago hecho polvo de la noche anterior, así que me levanté de la cama, bajé la persiana otra vez, y me volví a la cama, durmiéndome al instante. Me despertó el teléfono móvil, cuando ya eran las 6 de la tarde. Tanteé por el escritorio, con los ojos aún cerrados, hasta encontrar el móvil.
-¿Si?
-¿¡Qué pasa capullo!? ¿¡Qué tal esa resaca!?
-Por favor, no grites….
-Ya ves, yo también estoy hecho mierda. ¿Misma hora mismo sitio?
-Claro tío.
-Genial, luego estamos.
-Venga York.
Y me colgó. A duras penas conseguí reunir la fuerza de voluntad suficiente para salir de la cama, y arrastrarme hasta el baño.
Me miré en el espejo. Tenía unas ojeras horribles, la cara hinchada, y tres arañazos que me surcaban la mejilla derecha, desde la oreja hasta el mentón, entre la barba incipiente. Me quedé mirando las heridas, tratando de recordar cuando o cómo me las había hecho. No recordaba nada después de las dos de la mañana. Tendría que preguntarle a York, aunque él también había acabado tan fino como yo, y dudaba que me fuera a servir de ayuda. Qué terribles son los reencuentros tras el verano. Me metí en la ducha, con el agua completamente helada, para despertarme de golpe. Estuve bajo el agua hasta que empecé a sentir como se me entumecían las manos, y salí a secarme y a afeitarme.
Me volví a mirar las heridas. La verdad es que no tenían muy buen aspecto. Eran tres líneas rojas, rodeadas de piel amoratada. Me las toqué suavemente, y el dolor fue instantáneo. “Paso de afeitarme” pensé. Guardé todo en su sitio, y salí desnudo. Me encanta pasearme en pelotas cuando no hay nadie en casa.
Me vestí con lo primero que saqué de la maleta, aún sin deshacer y tirada en una esquina del cuarto, y salí corriendo, que para variar, ya llegaba tarde.

Salí de casa, y las nubes de tormenta que llevaban todo el día amenazando con descargar una tromba de agua escogieron ese mismo momento para ponerse a ello. Me eché la capucha de la sudadera encima, y con el gesto me toqué otra vez las heridas de la cara. El dolor fue instantáneo y muy agudo una vez más.
“Joder, tengo que descubrir como me hice esto”
Eché a caminar todo lo rápido que podía, sin ponerme a correr, hacia el punto de encuentro. Después de subir una larga cuesta (Bilbao está lleno de ellas; o desarrollas unas piernas de futbolista, o te puedas dar por jodido) vi a York saliendo del estanco donde siempre quedamos.
Crucé corriendo la carretera, ganándome los bocinazos de un coche que decidió pasar a la vez que yo y que tuvo que dar un volantazo para esquivarme, ya que no lo había visto por la capucha. Me di media vuelta, le dediqué un bonito corte de mangas, y acabé de cruzar la carretera al ver que otro coche venía embalado, y que no le iba a dar tiempo a frenar.
-¡Vaya limada tío! –dijo, mientras abría el paquete de tabaco.
-Ya ves macho. Ha estado bien cerca de llevarme por delante. ¿Me aceleras el cáncer?
Sacó un cigarrillo para cada uno, nos los encendimos y fumamos tranquilamente debajo del alero que tenía el estanco, viendo caer la lluvia.
-¿Qué hacemos hoy? –pregunté, entre calada y calada-.
-He quedado con Kristian y Eder en el Perolos dentro de media hora. Bueno, de quince minutos. –y me echó una mirada más que significativa-.
-Lo siento, pero cuando me has llamado aún seguía en la cama. Lo que me recuerda que no he comido nada desde… ¿Anoche pasamos por el moro?
-Si, a por minipizzas.
-Pues no he comido nada desde entonces. ¿Unas minipizzas?
-Claro. Un poco más de comida basura no nos va a matar.
Tiró su cigarrillo, salió del alero, y se encaminó al Perolos bajo la lluvia, mientras se encendía otro. Ese era mi mejor amigo, Adrián York: alto, con el pelo castaño, un poco largo, unos ojos marrones, que siempre parecían estar riéndose de todo, fumador empedernido, bebedor empedernido, y, bueno… vividor empedernido en todos los aspectos divertidos de la vida.
Le alcancé de dos zancadas, y me quité la capucha. Llovía incluso más que cuando salí de casa, pero no podía ver lo que tenía a los lados si la llevaba puesta, y ya me había jugado la vida una vez, no quería repetir.
El pelo se me empapó en cuestión de segundos, así que me lo recogí en una coleta. Entonces York me echó un vistazo a la cara, y se quedó boquiabierto.
-¡La ostia! ¿Cómo te has hecho eso en la cara?
Por supuesto, se refería a las heridas en mi mejilla derecha. Estaba claro que al final él tampoco me iba a servir de ayuda.
-Pues no lo se tío, tenía la esperanza de que me lo dijeras tú. Desde que salimos del Perolos no recuerdo apenas nada.
Frunció el ceño, mientras trataba de recordar. Casi podía ver el relojito de Windows dándole vueltas en la cabeza. Estaba tan jodido como yo.
-Bajamos al Babylon. Por el camino paramos en el moro a cenar. Allí nos encontramos con Jhony, nos invitó a un par de chupitos de algo que había que prenderle fuego antes de beberlo con una pajita. A partir de ahí, recuerdo que estuve en un columpio con alguien, y luego subir a casa. A mi portal llegamos juntos, creo. Eso, o hice un amigo por el camino.
-Pues nada, a ver si vemos luego a Jhony y nos aclara él algo. Hacía mucho que no tenia una noche llena de lagunas aquí, en el barrio.
-¡Y lo que nos queda majillo! Que el inicio de curso está a la vuelta de la esquina, y tenemos que aprovechar el tiempo que nos queda.
-Pues vamos a ello.
Me puse a correr debajo de la lluvia, y York, aunque sorprendido, enseguida me siguió. Me dolía la mejilla derecha, y aún sentía un clavo en mitad de la cabeza, pero las tormentas de verano siempre me levantan el ánimo, y ese día me sentía lleno de energía.
Llegamos enseguida al Perolos, aún a riesgo de nuestras propias vidas, ya que la cuesta de Iturri es inclinadísima, y ambos estuvimos a punto de caernos un par de veces.
En la puerta estaban Eder y Kristian esperándonos. O más bien Eder estaba en la puerta, tratando de resguardarse de la lluvia, mientras Kristian, ya algo borracho, bailoteaba arriba y abajo por la carretera, empapándose. Cuando nos vio aparecer a la carrera, se lanzó contra nosotros y nos abrazó. Tenía el pelo castaño oscurecido por la lluvia, y le chorreaba entero. Lo tenía bastante largo, y la piel, ya oscura de por sí, muy bronceada tras el verano. Tenía unos ojos muy grandes que parecían ocuparle toda la cara.
-¡buenas tíos, cuanto tiempo! ¡Tengo que contaros un montón de cosas de este verano!
Efectivamente, ya iba bastante contentillo. Nos acercamos a la puerta, atrapé a Eder en un abrazo de oso, y le di un par de vueltas en el aire.
-¡Chiquitín! ¡Cuánto tiempo!
Lo posé, y Adrián hizo lo propio.
-¡Que hay petit cabron! ¡Si casi parece que hayas crecido este verano! –lo dejó en el suelo y lo miró de arriba abajo- Bueno, quizá no.
-Ja ja. Venga, ¿pillamos sitio, o qué?
Eder sólo me llegaba a la altura de la nariz a mí. Era el hermano pequeño de todo el mundo, y aunque a veces le tratásemos como un juguetito, era el favorito de todos.
Entramos en el Perolos, sacudiéndonos como perros, y mojando a la gente que había en las mesas más cercanas.
-¡Buenos días, Javi! – saludó Adrián al camarero. A fuerza de ir todos los fines de semana durante años, y muchas tardes entre semana después de las clases de la uni, nos habíamos acabado haciendo amigos suyos- Dos jarritas de Kalimotxo y cuatro vasos, por favor.
-No se yo si debería, ¿eh? ¿Pensáis hacerme una obra de arte como la de anoche?
-¿Qué hicisteis anoche? –me preguntó Eder. Adrián y yo sólo pudimos mirarnos con cara de idiotas.
-Mirad, mirad en la parte de atrás, en la columna.
Fuimos a las mesas de atrás, y en la columna que había en medio de la sala se apreciaba perfectamente la cara de Adrián impresa en tinta negra sobre el papel de pared blanco.
-Bien –dijo él- eso explica el boli reventado en mi bolsillo y porqué tenía la cara manchada al levantarme.
Todos estallamos en carcajadas ante lo surrealista de la situación. Eder, como siempre, acabó revolcándose por el suelo entre carcajadas histéricas, mientras Adrián iba a pedir una bayeta para limpiar eso y las jarras de kalimotxo.

Salimos de allí cuatro horas más tarde, con una cantidad de alcohol en sangre más que considerable, habiéndonos puesto al día después de todo el verano, y limpiando (más o menos) la cara de Adrián de la pared. Fuimos a la parte baja de Iturri, donde los heavys se agrupan en manadas alrededor de bares como el Metalworld, el Ruedas, o el Babylon. Tuvimos que bajar hasta éste último para encontrar a nuestros amigos, Álvaro, Vigil y Aymar. Los tres estudiantes de Bellas Artes, como Adrián, Kristian y Eder. En otras palabras, espíritus libres. Aymar y Álvaro tenían las caras pintadas de blanco y negro, como buenos Blackers, con sus melenas, sus brazaletes de clavos, sus cinturones de balas y sus camisetas de Elffor. Vigil era más comedido en éste aspecto, y pese a llevar alguna que otra camiseta de sus grupos favoritos, vestía mas casual, y no llevaba la cara pintada. Tampoco se unió al irrintzi-barra-grito-barra-gutural que lanzaron Aymar y Álvaro cuando nos vieron acercarnos a modo de saludo.
-Bua que toñas llevan encima –dijo Eder-.
Intercambiamos saludos entre todos, bastante afectivos debido al alcohol.
-Álvaro, ¿Qué coño haces con la cara pintada? –Preguntó Adrián- De Aymar lo esperaba, pero no de ti.
Después de pequeño ataque de risa que sólo él comprendió, dijo:
-No lo sé tío, me ha pintado él antes, no recuerdo cuando, que lleva las pinturas encima. ¿Os pintáis vosotros también?
-Bua bua. Yo si alguien más se pinta conmigo si –dije yo- Kristian, ¿te hace?
-¿Eh? –Estaba absorto mirando las tetas de una gótica que gracias al corsé parecía que le crecían en la garganta- ¿Qué? ¿Pintarnos qué? ¡Ah! Vale.
A los diez minutos los cuatro teníamos la cara pintarrajead como mejor pudo Aymar, teniendo en cuenta el estado en que también él estaba.

Al cabo de un rato de andar haciendo el mono, tratando de asustar a la gente que bajaba (más de una vez con bastante éxito) vi aparecer a Jhony entre un grupo de pijas. Vestía su gabardina negra, sus botas New rock, y su mirada,  negra, oscura y penetrante atravesaba a las pijas con una mirada de odio y asco. Es la clase de persona que, si no conoces, puede congelarte con sólo una mirada. Además, sus pupilas extrañamente alargadas no eran precisamente muy tranquilizadoras. Llegó hasta mí, se sacudió la gabardina de agua, y les hizo un corte de mangas a las pijas.
-¡A tomar por culo! –Me estrechó la mano- Joder Travis, ¿Qué coño te ha pasado en la cara?
-¡Mierda tío! Tenía la esperanza de que tú fueras capaz de decírmelo.
-¿Cómo iba yo a saber porqué te has pintado así?
Necesité un par de segundos para entenderlo.
-A, joder. No, eso es que nos hemos pintado porque sí.  Yo me refería a esto.  –Giré la cara para que me viese las heridas- Tenemos la noche llena de lagunas. ¿Sabes cómo me hice esto?
Me tocó las heridas. Bendito alcohol, esta vez iba lo suficientemente borracho como para no sentir el dolor.
-No lo sé tío. Yo lo último que se de vosotros es que estuvimos los tres dando vueltas en el Columpio de la Muerte, luego creo que os fuisteis a casa. Por lo menos, de eso teníais intención.
En ese momento tuve un flashazo, la imagen de Adrián y yo saliendo despedidos del Columpio de la Muerte, que era un eje anclado al suelo de un parque, de donde salen tres sillas donde los niños pueden sentarse y dar vueltitas, o los borrachos encaramarse como malamente son capaces y dar vueltas hasta multiplicar la borrachera.
-Pero no me hice las heridas ahí, ¿no?
-Te pegaste el ostión del siglo, pero no, no llegó ha haber sangre.
-Qué decepción. Tendré que seguir indagando.
-Si descubres que pasó, me lo cuentas. Señorita –me hizo una reverencia burlona- voy a saludar a más gente.
-Bien tío, luego estamos.

Cuando dieron las tres de la mañana Adrián y yo nos encontramos solos antes la puerta del Babylon, ya que la gente había ido yéndose a sus casas a lo largo de la noche. En algún momento había dejado de llover, y hacía calor, pero aún así decidimos hacer lo propio.
-¿Último piti? –preguntó Adrián.
-Claro tío.
El último piti era un ritual que instauramos hace mucho: fumarnos un “último cigarrillo” (por lo general solíamos arramblar con todo el tabaco que llevásemos encima) mientras charlábamos de mil cosas tirados en el portal de Adrián.
Llegamos al barrio, y nos dirigimos hacia su casa, caminando por el medio de la carretera, cuando un coche tomó una curva a excesiva velocidad justo a nuestra derecha, se metió en la acera, por donde deberíamos haber ido Adrián y yo de ser dos ciudadanos de bien, y de un volantazo volvió a la carretera. Avanzó varios metros tratando de recuperar el control, y finalmente frenó con un chirrido. Subir hasta el barrio desde la parte baja de Iturri siempre me despeja más o menos la borrachera, gracias a lo cual reconocí el coche. Era el que había estado apunto de atropellarme a la tarde, al que yo había dedicado un corte de mangas. Mi imaginación, espoleada por el alcohol, me hizo pensar en una escena de la típica película Hollywoodense, donde una pandilla se baja del coche para pegar una paliza a los protagonistas. Obviamente, no podía tratarse de eso, era demasiado surrealista.
Pero la realidad supera con creces la ficción.
Se bajaron tres tíos del coche, cada cual más borracho que el anterior, y se dirigieron hacia nosotros. Estaba claro a lo que venían.
-En palabras del gran Quevedo –le dije a Adrián- no queda si no batirnos.
-No jodas, no es momento de hacer poesía. No tires de navaja.
-No estoy tan borracho como para cagarla así. Son sólo uno más, y están como putos lémures.
-Usa la cadena, pero sólo si es necesario.
-¡Tú, hijo de puta! –Balbuceó el que se había bajado del sitio del conductor, mientras me señalaba- ¿Te parece muy gracioso cruzar sin mirar? ¿Te crees muy duro? ¿Con esas cadenas en el pantalón, y el pelo largo? ¿Ahora no tienes cojones de enseñarme el dedo?
Una extraña calma se había adueñado de mi, y pude incluso pararme a sorprenderme de que hubiese sido capaz de soltar semejante parrafada con la borrachera que llevaba encima. Luego seguí con lo mío, lo mismo que estaría haciendo Adrián. Analizarlo todo y a todos.
A la derecha del conductor había un tío alto, con el pelo rapado, la cara llena de piercings y muy musculoso. “Seguro que la tiene pequeña” pensé. Con los brazos que tenía seguro que no iba a usar ninguna otra arma. Estaba enfrente de Adrián, así que ése sería suyo. El conductor, que estaba frente a mí, tenía una cresta de color azul eléctrico, un tic en el ojo derecho, y no paraba de cambiar el peso de un pie a otro. Tenía las pupilas del tamaño de platos soperos. Mal rollo. Las drogas subliman tu instinto de supervivencia, y te hacen luchar más allá del límite físico y lógico. A su izquierda había un chaval que no pasaría de los 16 años, bajo, enjuto, con cara de rata y una expresión extrañamente malvada para alguien de su edad. Tenía la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y estaba tratando de flanquearme, moviéndose poco a poco.
Aunque seguía en calma, sentía la adrenalina latiendo en mis venas, gritándome que pasase a la acción de una vez.
-¡Vamos cabrón! ¿No eras muy valiente? ¡Hazte el valiente ahora! –seguía increpándome el conductor.
-No vamos a perder el tiempo con vosotros –le contestó Adrián despacio, y casi siseando- Lo mejor que podéis hacer es meteros en el coche y desaparecer. Pero si lo que venís buscando es bronca, menos charla y más ostias, cobardes.
-¡Maldito hijo de puta! –Gritó una vez más el conductor- ¡Vas a tragarte tus putas palabras!
Adrián y yo cruzamos una mirada, y en lugar de esperarlos, nos lanzamos sobre ellos.
Me giré hacia el chaval, que casi había desaparecido de mi campo de visión, mientras me desenganchaba la cadena del pantalón, y la echaba hacia atrás. No estaba convencido de tener que usarla contra un crío, hasta que vi que sacaba una navaja con una hoja de casi seis dedos de dentro de la chaqueta, tal como había supuesto, y que estaba dispuesto a usarla, así que lancé con todas mis fuerzas el brazo hacia delante. Le acerté en la cara. Se oyó un chasquido, y el chaval dejó caer la navaja para llevarse las manos a la nariz, que le había roto, mientas gritaba. Pateé la navaja lejos de él, y me volví hacia el conductor, que ya estaba encima de mí, pero no fui lo suficientemente rápido. Me pegó un puñetazo en el estómago, me arrancó la cadena de las manos y la lanzó por encima del hombro. Aproveché esa abertura en su defensa para lanzarle un puñetazo a la mandíbula, que le dio de lleno y lo lanzó hacia atrás, pero el más perjudicado resulté ser yo, ya que se me había olvidado quitarme el anillo que llevaba en el dedo corazón. Sentí cómo el dolor me recorría todo el brazo. Estaba convencido de que me había roto el dedo, pero no podía permitirme parar. Le lancé otro puñetazo con la izquierda al estómago, y al doblarse sobre si mismo probé con otro a la cara, con la mano derecha, pese al dedo presuntamente roto. Él cayó al suelo, pero a mi el dolor me traspasó como un relámpago, y la vista se me llenó de puntitos luminosos que me cegaban. No pude soportarlo, y tuve que agarrarme la mano. Esta vez fue él quien se aprovechó, y me dio un puñetazo que me impactó en la cara con la fuerza de una bala de cañón, y me tiró de espaldas al suelo. Antes de que pudiese recuperarme, lo tenía sentado a horcajadas sobre mí y se dedicaba a destrozarme metódicamente la cara a base de puñetazos. Cuando se aburrió, me cogió del pelo, me levantó la cabeza, y me la estrelló contra el asfalto. Sentí cómo el cráneo me crujía, y la vista se me iba oscureciendo. Algo cálido y viscoso comenzó a extenderse bajo mi cabeza. “No puedo creer que acabe así. No puede ser. ¡No lo voy a permitir!” Trataba de hacer acopio de todas mis fuerzas, pero apenas podía moverme.
“No. NO. ¡NO!”
El corazón se me detuvo un interminable segundo en el pecho, y después comenzó a galopar como si fuese a salírseme por la garganta. Una fuerza extraña me invadió, y un picor insoportable me recorría toda la cabeza. Podía escuchar multitud de pequeños chasquidos en mi interior, pero no les presté atención. El Conductor (ya había decidido darle ese nombre) volvía a pegarme un puñetazo, pero esta vez el movimiento era increíblemente lento. Interpuse mi mano derecha, que ya no me dolía, en la trayectoria y le agarré el puño. Saqué una pierna de debajo de su cuerpo sin apenas esfuerzo, y le di una patada en el pecho, quitándomelo de encima. Bajo mi pie sentí como varias costillas cedían y se partían con una serie de escalofriantes crujidos. Me levanté, esperando que volviese a lanzarse contra mí, pero lo único que hacía era retorcerse de dolor en el suelo. Miré a Adrián, que seguía peleando con Esteroides (me sentía estúpida y especialmente ingenioso en ese momento), pero al ver que se había quedado solo, echó a correr, cogió al Niño Rata, al Conductor, se los echó al hombro, y se dirigió al coche. Yo lo seguía viendo todo en una especia de cámara lenta, como cuando Conductor había intentado darme el último puñetazo. Cuando pasó a mi lado, pude ver que su camiseta blanca y ajustada estaba empapada en sangre. Los dos piercing que tenía en los labios habían desaparecido, y tenía la boca completamente destrozada, y el que tenía encima de la ceja derecha colgaba ahora de un cacho de carne. Parecía que Adrián había pegado mucho y bien, donde más le iba a doler. Respeté bastante a ese tío en aquel momento, hay que tener muchos huevos para ir a recoger a dos colegas después de perder una pelea y además con un cacho de cara colgando.
Finalmente se metieron en el coche, y se largaron. Sentí una vez más cómo el corazón se me detenía en el pecho, junto con una punzada de dolor, y el tiempo volvía a transcurrir con normalidad.
Adrián se acercó corriendo hasta donde estaba.
-¿Bro, estas bien?
-No podría estar mejor.
-Pero si he oído cómo te crujía la cabeza cuando te la ha estampado contra el suelo. Mira ahí.
Había un charco de sangre en medio de la carretera. Me llevé la mano a la parte posterior de la cabeza. Tenía el pelo sucio y pegajoso, pero no me dolía nada. Me miré la mano. Estaba empapada en sangre.
-Vamos a aquella fuente. ¿Puedes andar?
-Si tío, de verdad que estoy bien.
Fuimos hasta la fuente que había más adelante, donde me lavé la cabeza y las manos. Adrián también se lavó las suyas, aunque en su caso la sangre era de Esteroides. Luego me estuvo palpando la cabeza durante un rato, aunque no me encontró nada.
-¿Qué cojones….? –Se me quedó mirando de hito en hito- ¡Las heridas de tu mejilla tampoco están! ¿Qué ostias?
Yo tampoco entendía nada. Me crují los nudillos de la mano derecha, de la que estaba convencido de que me había roto el dedo. Estaba perfectamente.
-Factor de curación, tío. A lo Lobezno.
-No digas gilipolleces. Esto no es normal.
-Será sangre del chaval al que le he roto la napia.
-¿Y las heridas de la cara? No sólo te han desaparecidotas de anoche, si no que sólo tienes un par de moratones, y he visto como te untaba de ostias.
-De todas formas, ahora mismo tenemos otros problemas más apremiantes –señalé por encima de su hombro. A lo lejos venía un coche de la Ertzaintza con la sirena encendida- ¡A los arcos!
Echamos a correr. Nos metimos por una plaza en la que unos pivotes impedían la entrada a los coches, y después seguimos corriendo como alma que lleva el diablo. Lo cruzamos sin aflojar el paso, y luego subimos una cuesta, hasta llegar a otra plazoleta, rodeada de unos arcos por los que la gente solía pasear de día, y litrar de noche.
-Vamos a lavarnos la cara –sugirió Adrián- Así damos mucho el cante.
Nos quitamos los restos de pintura que aún conservábamos en la cara en una fuente cercana.
-Deberíamos irnos ya a casa dando un rodeo –dije- Y mejor si nos separamos ya.
-Está bien. Mañana hablamos.
Parecía que la carrera le había quitado de la cabeza el tema de mis heridas.
-Buena suerte –le deseé- Hazme una perdida cuando llegues a casa. Yo haré lo propio.
-Bien. ¡Buenas noches!
-Igualmente.

Conseguí llegar a casa sin cruzarme con ningún coche de la Ertzaintza o de la Municipal, y tuve mucha suerte. Entré en mi habitación, y al quitarme la ropa y ponerme el pijama me percaté de que tenía toda la espalda de la camiseta manchada de sangre. La lavé lo mejor que pude en el fregadero de la cocina, tratando de no hacer mucho ruido y no despertar a los viejos, pero era incapaz de sacar la mancha. Finalmente tomé una resolución. Me puse un chándal viejo, hice trapos con la camiseta, la metía una bolsa, y bajé a tirarla a un contenedor, con la esperanza de que mi vieja no se diese cuenta de que faltaba. Por suerte, tengo un montón de camisetas.
Eché un vistazo al móvil, vi que Adrián me había hecho una llamada perdida y se la devolví, después me metí en la cama.
Me dormí pensando en lo jodidamente extraña que había resultado ser mi vuelta a Bilbao.
Y en que al final nadie había sido capaz de decirme cómo me había hecho las heridas de la mejilla.

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