A menudo, en las fiestas (a las que evito concurrir siempre que puedo) alguien me da un fuerte apretón de manos, sonriendo, y después me dice, con aire de jubilosa conspiración: "Sabe, siempre he deseado escribir."
Antes, yo trataba de ser amable.
Ahora, contesto con la misma regocijada excitación: "Sabe, siempre he deseado ser neurocirujano."
Me miran con perplejidad. No importa. Últimamente circula por el mundo mucha gente perpleja.
Si quieres escribir, escribes.
Sólo escribiendo se aprende a escribir. Y ése, en cambio, no es un buen sistema para enfrentarse a la neurocirugía.
-JOHN D. MACDONALD-

martes, 26 de octubre de 2010

Espejo Rojo - Capítulo 1

Como el Prólogo él solito da casi pena verlo, que es muy poca cosa, os dejo el primer capítulo.
CAPÍTULO 1

EL PRIMER DESPERTAR


He visto muchas películas y series, y he leído muchos libros y comics. Me gusta de todo, aunque lo que de verdad me atrae son las historias de misterio y terror, fantasía, ciencia ficción y lo sobrenatural. Hoy en día, mientras ando por la calle, miro a la gente, y solo veo crios borrachos, adolescentes porreros, y jóvenes sin ningún futuro. Aunque hay gente que, como yo, somos honrosas excepciones. Me encanta leer, y lo que leo en los libros de mis escritores favoritos: Lovecraft, Poe, Tolkien, Asimov… va a misa. Siempre he considerado que lo que estos hombres cultos e inteligentes escribían eran verdades indiscutibles. Sin embargo, ahora mismo tendría algo que decirles si les tuviese delante.
Muchas veces, en las historias que leo, o en las películas que veo, el protagonista que ve “alucinaciones” (monstruos, extraterrestres, fantasmas, lo que sea) acaba confesándole todo a la tía buena de turno (que sólo está en la historia para enseñar escote y aparecer corriendo en micro pijama para intentar escapar del malo, o acostarse con el protagonista) lo que le ocurre, y acaba con la pregunta:
-¿Acaso me estoy volviendo loco? –con voz queda y desesperada, mientras se tapa la cara con las manos.
A lo que la tía buena, tras una pequeña charla, concluye, poniéndose tras él y empezando a darle un masaje en los hombros (lo que desencadenará la anteriormente citada escena de cama)
-Además, los locos no se preguntan si están locos. Mientras te preocupe si lo estas o no, es que aún mantienes tu cordura.
Y aquí empiezan a volar las prendas de ropa por la habitación.

Yo mismo, dada mi afición a todo esto, he hecho mis pinitos como escritor, aunque no haya pasado de imprimirme yo en la papelería del barrio y darles a leer mis historias a mis colegas. En una ocasión me valí de la misma conversación para una situación similar. Pero ahora sé que tanto la tía buena, por muy grandes melones que tenga, o yo, o mis escritores favoritos, estábamos equivocados.
Llevo un par de semanas preguntándome a mi mismo si acaso me habré vuelto loco. Y tengo una respuesta categórica y rotunda.
Por mucho que no deje de cuestionármelo, SI, me he vuelto loco. Estoy completamente ido. Como una regadera. Ya no me llega el ascensor hasta la azotea. Y por muchas veces que me haga la dichosa pregunta de los cojones, la respuesta es la misma: Estoy. Jodidamente. LOCO.


Pero quizá, antes de que me deis la razón, digáis “pobre chico” y llaméis al loquero más cercano para que venga a encerrarme en una camisa de fuerza y a llevarme a una habitación de paredes acolchadas para que no me reviente la cabeza contra ellas en un ataque de histeria, queráis escuchar mi historia. Tengo la mente abierta, y estoy dispuesto a escuchar segundas opiniones. Quizá no este loco, a fin de cuentas. O quizá es que estoy deseando que no me consideren un loco, pese a estar yo convencido de que lo soy. Por que ninguna persona en su sano juicio vería lo que yo veo, oiría lo que yo oigo, sentiría lo que yo siento, ni tendría que hacer la elección que yo tengo que hacer.

Lo mejor será empezar la historia con su protagonista, es decir, yo.

Me llamo David, aunque poca gente me llame ya así. Para los del colegio soy Húmez, para los de la universidad, Travis, para los del pueblo, Ziprus. Cada mote tiene su historia, a cada cual más insulsa, pero no vienen al caso. Sólo un par de colegas y mi chica me siguen llamando por mi nombre. Dudo mucho que la gente de la universidad, salvo los más cercanos, sepan siquiera mi verdadero nombre.
Soy un tío del montón, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco. Una piel tirando a oscura, como mis ojos, mi pelo, largo, hasta los hombros. Una cara quizás un poco redonda y aniñada para tener casi 20 años, pero me niego a dejarme barba. Vivo en la capital del mundo, Bilbao, donde estudio periodismo en la Universidad del País Vasco y trabajo en el bar que hay debajo de mi casa, con lo que me pago el seguro de mi coche.
Como veis, un tío del montón, con sus colegas, su chica, sus estudios, sus problemas y sus buenos ratos. No me diferenciaba del resto. ¿Y quien quiere tal cosa? Como reza el refrán, al clavo que sobresale se le pega un martillazo. Y a mi no me gusta llevarme martillazos, así que no me estresaba mi vida en absoluto. Me sentía como os podrías sentir cualquiera de vosotros en vuestro día a día, y me sentía a gusto. Pero todo cambió cuando cumplí 20 años.
Esto ocurrió hace ya un tiempo, pero ahora que se a lo que me enfrento, me doy cuenta de que antes de ese día, había estado viviendo un preludio que poco a poco iba in crescendo, y que comenzó exactamente medio año antes de mi cumpleaños.



29 de Julio del 2009. Mi propio día D.
Como ya he dicho antes, me encantan los temas de lo sobrenatural y lo inexplicable. Sé, ya lo he visto una y otra vez, que las personas, cuando están en grupo, son muy reacias a aceptar la existencia de estos sucesos inexplicables para la lógica y la ciencia actuales, por miedo a lo que dirán de ellos el resto, aunque realmente crean en ello. Pero aquella noche sólo estábamos cuatro personas, colegas del pueblo desde que éramos unos críos, disfrutando del que probablemente fuese nuestro último verano juntos, ya que entre la universidad, el curro y demás asuntos de la vida, éramos conscientes de que nos íbamos a separar poco a poco. Y decidimos subir esa noche al cementerio, para recordar los tiempos en los que nos acojonábamos vivos solo con dar un paso fuera del pueblo hacia allí.

Si el pueblo, un lugar dejado de la mano de Dios en lo más profundo de Salamanca es tétrico y tiene un aire de abandono, no hablemos ya del cementerio. Está construido en una colina a las afueras del pueblo, a cinco minutos andando a buen paso. Tiene una antigua muralla, que en lugares ha empezado a caerse a pedazos, sobre la cual se ven las lápidas y estatuas más altas. A su lado hay una capilla, tan antigua y ruinosa como la muralla, que siempre está cerrada, y en cuyo pórtico nos sentábamos de pequeños a contarnos historias de miedo, y cuándo sólo estábamos un par de  amigos íntimos en confianza, nuestras propias aventuras inexplicables.

No voy a decir que a todo el mundo, pero a mucha más gente de la que podáis imaginar le han ocurrido cosas que no son capaces de explicar. Sin embargo, para mantener la cordura, para no preocuparse, la gente lo ignora, lo olvida, y no lo reconocería jamás, si no fuera en las circunstancias en las que nosotros nos encontrábamos.

Moe, David, Diego y yo. Sentados en el suelo, a lo indio, como cuando éramos niños asustados, mientras nos pasábamos una botella de kalimotxo, y fumábamos como descosidos, y contábamos las cosas extrañas que nos habían ocurrido en nuestra vida.
-Recuerdo la noche que vino Goretti corriendo a buscarnos, convencida de que había un cuerpo en su desván. Ziprus se dio mucha prisa en ir a mirar, ¿e, pillín? –se carcajeo Diego de mi, a lo que le respondí con un puñetazo en el brazo.
-Sin embargo yo tuve cojones para subir a mirar, no como Moe, que no se atrevió a pasar de la puerta.
Todos nos reímos, incluido el, pero también trató de defenderse.
-He, que yo pensaba que era verdad. Me he tenido que quedar alguna noche a dormir en esa casa, y se oían ruidos muy raros en el desván.
-¡Claro, esta llena de ratas, como todo el pueblo!
-Que no, que no. Que os digo que sé diferenciar un sonido así, que el bar de mi tío está lleno de ellas. Os juro que eran pisadas humanas lo que se oía por la noche ahí arriba.
-¡Cobarde! –se rió David de él- Moe, siempre has sido un gallina, y siempre lo serás.
Y todos nos reímos otra vez. Sin embargo, en nuestro interior, nos preguntábamos si no habría algo de verdad en esa historia.
Prácticamente todas las historias que contamos esa noche nos habían ocurrido en el pueblo. Parece que es siempre en los pueblos donde se viven estas cosas. Y no es por que no ocurran en la gran ciudad, ahora lo sé. Es por que la gente que vive en las urbes está siempre demasiado atareada, siempre tiene prisa por llegar a algún lado, a una cita, a coger un tren, a hacer las últimas compras del día antes de que les cierren el supermercado, y no son capaces de verlo. Pero nosotros estábamos entre colegas, acababan de dar las 12 de la noche, y teníamos mucho tiempo por delante. Por ello fuimos capaces de oírlo, en un momento de silencio en nuestra conversación. El llanto de una niña pequeña, que provenía del cementerio.

 Se nos heló la sangre en las venas. A mi personalmente, se me pusieron los pelos como escarpias, y la mente se me quedó en blanco, inundada por aquel sonido, hasta que cesó. Lo primero que pensé fue que había sido una ilusión. Tenía que haberlo sido, joder. No podía haber una niña pequeña en el cementerio. La voz rasposa de Moe rasgo el silencio que se había hecho entre nosotros:
-No puede ser lo que parecía ser. No puede haber una niña en el cementerio. ¿Qué coño ha sido eso?
Esta frase, desde luego, dejaba de lado la posibilidad de que hubiera sido una alucinación. Así que me repetí la pregunta de Moe: ¿Qué coño…..? Y una idea me llenó la mente. Miré a los demás, y supe que habían tenido la misma idea que yo. Diego susurró una palabra en la oscuridad:
-Angélica….
David explotó ante la mención del nombre.
-No me jodas tío, eso es una gilipollez. Cuentos de viejas, para asustarnos cuando éramos pequeños y que no subiésemos aquí. Ha tenido que ser un gato, o….
Pero una vez más, el sonido inconfundible del llanto de una niña pequeña se alzó en la noche desde el cementerio, y cortó las palabras de mi tocayo.


Angélica. Todos en el pueblo conocíamos la historia de Angélica. Era una niña que vivió hace más de 100 años en el pueblo. Murió en extrañas circunstancias, y fue enterrada en el cementerio. Sin embargo, esa noche, y en cada aniversario de su entierro, se empezó a oír el llanto de la niña muerta en el cementerio. Cuando pasaron 20 años, y se fue a sacar el cuerpo de la niña, para dejar espacio a los nuevos inquilinos, se descubrió que dentro de su ataúd, el cuerpo de la niña no se había descompuesto lo más mínimo, ni siquiera sus ropas se habían ajado con el paso de los años. Llenos de terror supersticioso, los pueblerinos la volvieron a enterrar, y decidieron no comentar lo sucedido con nadie. Y los llantos se siguieron oyendo cada año en el pueblo. Pasaron otros 20 años, y una nueva generación trató de sacar el cuerpo de la niña, y se encontraron una vez más con que su cuerpo estaba intacto, salvo las uñas, que ahora estaba clavadas en la tapa del ataúd, y las ropas manchadas de su propia sangre. El viejo enterrador era la única persona que se dio cuenta, pues fue el único que estuvo en las dos exhumaciones, pero de ello nada dijo a nadie hasta su lecho de muerte. Después de este segundo suceso, nadie volvió a tocar la tumba de Angélica, y hoy en día todavía se puede ver, desgastada y cubierta por la hierba, en la zona vieja del cementerio.


Y ahí estábamos nosotros, paralizados de miedo, escuchando el llanto de una niña muerta hace más de 100 años.
-Tenemos que ir a mirar – me sorprendí diciendo a mi mismo- Moe, tu todavía tienes la llave del candado, ¿verdad?
Él saco de su bolsillo un llavero que contenía un montón de llaves, muchas de ellas oxidadas y sin ningún uso, pero a él le gustaba coleccionarlas. Cogió una de entre todas, y la levantó. Cuando éramos niños, él le había quitado la llave a su abuela, sin que se diera cuenta, y bajó a la ciudad para hacer una copia, para que así pudiésemos hacer las trastadas que quisiéramos sin preocuparnos de tener que robar una llave cada noche sin que nos pillasen.
Me encaminé hacia las puertas del cementerio, unidas con una cadena y un candado, con mis tres amigos detrás. No sabía que coño estaba haciendo. Sentía un nudo de terror en el estómago, y unas ganas de gritar increíbles, pero había una fuerza que me atraía hacia allí. Al llegar, miramos por entre las barras de la verja, viejas y oxidadas, pero no se veía nada, y por el momento, no se oía nada.
Moe se adelantó, abrió el candado, y se lo guardó en el bolsillo, dejando caer la cadena al suelo. Luego se giró hacia mí:
-Ya tienes la puerta abierta, pero yo no voy a entrar ahí dentro.
Yo asentí con la cabeza. No me sentía capaz de articular ningún sonido coherente.
-Pues yo voy a entrar –dijo Diego justo detrás de mi oreja, dándome un susto de muerte- No me voy a perder lo que haya ahí dentro, aunque resulten ser dos gatos follando.
-Yo también entro –dijo David a mi otro lado-. Para que veáis que no es más que un cuento de viejas.
Moe negaba lentamente con la cabeza. Yo sabía, por conversaciones que había tenido con él, que creía mucho en fantasmas y cosas por el estilo, y debía estar acojonado. Mucho más que nosotros tres juntos. Si yo hubiese sabido lo que me esperaba detrás de aquella vieja y oxidada verja, hubiera sido yo el que estaría más acojonado que los otros tres juntos.
Pero no lo sabía, así que empuje la verja, que chirrió sobre sus viejas bisagras, y entré en el cementerio, seguido por David y Diego.
-Ziprus, ¿dónde quedaba la tumba de Angélica? –preguntó Diego en un susurro.
El miedo hacía que todos nos sintiéramos como presas de algún extraño animal, que nos podía oír y abalanzarse sobre nosotros si alzásemos en lo más mínimo la voz.
-Hay que ir hasta el fondo por el camino central, subir las escaleras de la derecha, y en el segundo sendero está. Ya sabéis como es.
Nos dirigimos hacia allí, mientras nuestros pies hacían crujir las piedrecillas del camino por el que andábamos, hasta llegar a las escaleras que llevaban al otro nivel del cementerio. Cuando subimos, vimos una sombra correr por el camino que acabábamos de andar. Nos apretamos unos contra otros, sin ser capaces de movernos del miedo, hasta que la nube que cubría la luna en ese momento pasó, y pudimos reconocer a Moe cuando llegó hasta nosotros.
-Prefiero estar aquí dentro acompañado, que fuera sólo. –explicó-.
-¡Ay, pequeño cobarde! – le espetó Diego con una voz que pretendía ser burlona, pero en la que se notaba cierto temblor.
Avanzamos hasta el segundo sendero, y buscamos la tumba de Angélica. No era más que una pequeña parcela de tierra, rodeada de una valla baja oxidada hace ya mucho tiempo. Entre las hierbas que crecían en la tierra, se encontraban tirados los pedazos de su lápida, que se rompió en algún momento, por lo que fuera, y que nosotros reconstruimos una vez, o al menos juntamos los cachos que aún quedaban, para leer lo que estaba escrito. Así descubrimos que realmente la tumba databa de hace más de 100 años.

Antes de llegar hasta la lápida, el llanto volvió a sonar, ahora mucho más cerca. Pero no venía de la tumba que teníamos enfrente. Se oía detrás de nosotros. Nos dimos la vuelta todos a la vez, y vimos un resplandor en el viejo olmo que se alzaba junto al muro del cementerio. El resplandor dio un salto, bajo del árbol, y sus pies se posaron en el suelo, sin un sonido, y comenzó a andar hacia nosotros, sin emitir ningún ruido. Era una niña de unos 7 u 8 años, vestida con una túnica blanca, con el pelo rubio que le caía hasta los pies desnudos, la piel pálida, y dos ojos que brillaban con un fuerte color azul. Un aura blanquecina la rodeaba. Al pararse a unos dos metros de nosotros, el llanto cesó.
-Tío, esto es demasiado, incluso para mí –dijo Diego- vámonos de aquí.
-Secundo la moción –le apoyó David- yo creo que ya hemos mirado más que suficiente, y no hemos encontrado nada. Si quieres, Ziprus, mañana decimos en el pueblo que oímos llorar a Angélica en su ataúd, y todos tan contentos, pero yo no aguanto más aquí.
No comprendía nada. ¿Cómo coño podían hablar así teniendo a la niña delante? Y entonces una idea pasó por mi cabeza. Me quedé mirando a la aparición fijamente a sus sobrenaturales ojos azules, y su expresión, hasta entonces completamente indiferente, se trocó en sorpresa
-¿Puedes verme? –preguntó con una voz cristalina.
No podía creer lo que estaba pasando. ¡Un fantasma me estaba hablando! La expresión de mi cara le dio la respuesta a lo que, supuestamente, era el espíritu de Angélica.
-¡Si puedes verme! ¡Es increíble!
Hizo un gesto con el brazo, abarcando a mis tres amigos, que me miraban y comenzaban a preocuparse, por que debía parecer que estaba completamente ido, y a mí, que estaba tras ellos. Ellos tres cayeron al suelo.
-¿Qué has hecho? –Le pregunté enojado a Angélica- ¿Les has hecho daño a mis amigos?
No sabía de dónde era capaz de sacar el valor para enfadarme y gritar a un fantasma. Pero la cuestión es que estaba ahí, y se sentía bastante bien. ¡Joder, me sentía REALMENTE bien!
-En absoluto, sólo están echando la siesta. –El fantasma se acercó más a mi- Pero tú no. Y también  he tratado de dormirte a ti. Tú también deberías haber caído. ¿Qué eres?
-Una persona normal y corriente, ¿no lo ves? ¿Cuánto tardarán en despertar?
-Eso no importa. Tú no eres una persona normal y corriente. Puedes verme, y soportar mis poderes. –se acercó más a mí, y un aire helado me rodeó- Y eso no me gusta.
-¡Aléjate de mí!
Sin embargo, el fantasma me ignoró, y se puso aun más cerca de mí. Me dolía cada bocanada de aquel aire helado, que parecía congelar mis entrañas, apretarme el corazón con mano de hierro y clavarme puñales en los pulmones. No podía soportarlo más, cada segundo que me veía obligado a respirar aquel aire era un suplicio.
Cuando las conexiones de mi cerebro parecían ir fallando poco a poco, y las luces detrás de mis ojos apagándose una a una, mientras veía la sonrisa complacida de Angélica al contemplar mi vida abandonando mi cuerpo, sentí brotar algo en mi interior. Un chorro de energía, como fuego líquido que corría por mis venas, y el frío me abandonó por completo. Me erguí ante la pequeña figura, y volví a decirle:
-¡ALÉJATE DE MÍ!
Sin embargo, esta vez era una poderosa orden, dada por una voz que casi no reconocí como propia.
El fantasma de Angélica mudó de su rostro la sonrisa de niña malcriada por una expresión del terror más absoluto, y retrocedió varios metros, agachándose, como un animal en tensión, listo para atacar. El brillo de sus ojos color azul pasó al rojo, y el aura de color blanco que la rodeaba se volvió negra y comenzó a ondearse violentamente a su alrededor.
-¿Quién eres tú? –gritó. Su voz cristalina también había desaparecido. Ahora sonaba como algo que se arrastrara por el fango.
Las palabras que salieron de mi boca a continuación lo hicieron por voluntad propia, sin que yo pudiera controlarlas.
-Soy el Heredero del Señor de las Tierras Muertas, y por ello me debes pleitesía, ser insignificante.
Angélica abrió la boca, enseñando dos hileras de dientes afilados, y una lengua viperina de color morado.
-¡Eso es imposible! ¡No me lo creo!
Y salto sobre mí. Mi cuerpo se movió solo. Alcé el brazo derecho, le señalé con el dedo índice, y pensé “fuego”. Sentí algo extraño en la cabeza, un poco por encima de la nuca, como si algo se abriese dentro de mi cerebro e inundase mi mente de un poder inimaginable. Una ligera aura roja me rodeo, y Angélica se vio envuelta en llamas. Calló al suelo, entre gritos de furia y dolor, mientras su propia aura recorría todos los tonos entre el blanco y negro, una y otra vez, cada más rápido, a medida que sus gritos iban perdiendo fuerzas. Cuando finalmente sus alaridos se apagaron, su aura se colapsó sobre si misma, y con un último destello blanco, desapareció. Luego, me desmayé.

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