A menudo, en las fiestas (a las que evito concurrir siempre que puedo) alguien me da un fuerte apretón de manos, sonriendo, y después me dice, con aire de jubilosa conspiración: "Sabe, siempre he deseado escribir."
Antes, yo trataba de ser amable.
Ahora, contesto con la misma regocijada excitación: "Sabe, siempre he deseado ser neurocirujano."
Me miran con perplejidad. No importa. Últimamente circula por el mundo mucha gente perpleja.
Si quieres escribir, escribes.
Sólo escribiendo se aprende a escribir. Y ése, en cambio, no es un buen sistema para enfrentarse a la neurocirugía.
-JOHN D. MACDONALD-

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Espejo Rojo - Capítulo 2

CAPÍTULO 2

SOMBRAS ESCURRIDIZAS




Como podréis imaginar, a la mañana siguiente, cuando Moe me agitó bruscamente para despertarme, no me acordaba de absolutamente nada. Yo os lo puedo contar todo ahora porque todos estos recuerdos volvieron a mí la noche de mi vigésimo cumpleaños, junto a otras cosas que también había olvidado. Pero aquella mañana fría y nubosa, cuando me desperté en medio del cementerio, no sabía que hacíamos allí, ni qué había pasado.
Moe, Diego y David estaban igual que yo. Doloridos por pasar la noche tumbados en la piedra, ateridos por el frío, hambrientos y confusos. Lo último de lo que nos acordábamos los cuatro, tras poner nuestros recuerdos en común mientras volvíamos al pueblo, era oír el llanto detrás de nosotros. Yo expuse una teoría que me parecía la más plausible, y que había oído incontables veces en Cuarto Milenio. Habíamos visto algo que nuestras mentes, por nuestro propio bien, habían decidido borrar de entre nuestros recuerdos. Amnesia selectiva. Ninguno estaba muy convencido con mi teoría, pero a falta de algo mejor, la aceptamos como válida. Aún era muy temprano. El día sólo clareaba, no eran ni las siete de la mañana. Nos apuramos cada uno rápidamente a nuestras respectivas casas, con la esperanza de no levantar a nadie y que nuestra larga ausencia pasase desapercibida (aunque en mi caso poco importaba, a mis viejos les dan igual mis idas y venidas), y quedamos después de comer en  el Polear.

Entré en mi casa con cuidado de no hacer ruido con la puerta, ni al abrirla ni al cerrarla, y tras hacerlo y darme la vuelta, me comí de lleno una silla, que golpeó contra la mesa que hay en medio del hall, el único mobiliario de esa habitación de la casa. Jodida ley de Murphy. Dejé las llaves dentro del cenicero que había en la mesa, y me dirigí a la segunda puerta de la derecha, mi habitación, con la esperanza de que mi vieja no se levantase a ver que había producido el ruido. Por la hora, podría pensar que era un camión que pasara por la carretera. Sin embargo, antes de alcanzar mi puerta, vi a través del cristal de la puerta doble que hay en un extremo del hall una silueta.
Pillado.
Bronca.
Sin embargo, me sentía completamente deshecho, sin ninguna fuerza para aguantar gritos, así que me metí en mi cuarto, me desnudé, dejando la ropa en un sillón, que junto a un armario, dos camas y una mesita de noche con una lámpara, era lo único que había en la habitación, y me metí en la cama, sin molestarme en ponerme nada encima.

Me desperté a las dos y media, con los ruidos de mi vieja poniendo la mesa. Había dormido casi 8 horas, pero me seguía sintiendo bastante cansado. Me puse la ropa del día anterior, y salí de la habitación, a la vez que se abría la puerta de la calle. Mi hermano entró con la bicicleta y la música puesta a tope, como siempre, y la metió en la habitación de enfrente a la nuestra, que era la “habitación de invitados”, aunque en la vida nos había venido ningún invitado a la casa, y la usábamos para guardar trastos.
-Buenos días, imbécil –le saludé, con una sonrisa.
Él pasó junto a mí, devolviéndome el saludo con una inclinación de cabeza. No había oído nada.
-No insultes a tu hermano.
La voz de mi padre salió de la puerta de al lado, la sala. Me asomé, y ahí estaba tirado en un sofá, una mano bajo su cada vez más calva cabeza, con la cada vez más grande barriga al aire, y una cerveza sobre ella. En la televisión, los Simpsons. Por azares de la vida, Homer estaba exactamente igual que él. Sin poder contener la risa, atravesé la puerta doble, y fui a la cocina detrás de mi hermano.
Sólo tenía 14 años, y aún así, ya era mucho más alto que yo, y muy delgado. Tan delgado, que sería más correcto decir que era largo. Más que un día sin pan. El pelo corto, con una coletilla a lo joven padawan, y la misma cara que mi padre. Era prácticamente igual, sólo que sin arrugas ni bolsas bajo los ojos, y sin la barba.
Fuimos los dos a la nevera, y como buenos hermanos, nos peleamos por la botella de agua. Puede que me saque 15 centímetros, pero yo le saco 15 kilos, y le gané de largo. Dentro de un par de años, no creo que sea capaz de hacerlo.
-¡No bebáis a morro! ¡Tenéis los vasos en la mesa, que por cierto, he puesto yo, y tendrías que hacerlo vosotros! ¡Llamad a vuestro padre, que la comida ya está hecha! -nos gritó nuestra madre a nuestras espaldas. Mi madre no sabe hablar, sólo gritar. Da igual que esté de buen o de mal humor, que te esté echando la bronca que felicitándote, ella sólo grita. Es más baja, y definitivamente gorda, con las orejas hacia afuera, la nariz puntiaguda y unos ojillos pequeños. Siempre me había parecido un enano cabreado.
-¡Aitaaaa! ¡A comeeeer! –gritó mi hermano, ganándose una toba por parte de mi madre.
-¡Eso ya lo sé hacer yo! ¡Vete a decírselo a la sala!
La buena vida en familia, siempre igual. Me senté a la mesa, mientras mi hermano iba a buscar a mi padre, y cuando estuvimos los cuatro sentados a la mesa y mi madre sirvió la comida, me abalancé sobre el plato de lentejas. No es comida de mi predilección, pero al olerlas descubrí que estaba realmente hambriento. Me las ventilé en un visto y no visto, y me serví otro plato. Entonces, mientras yo atacaba mi segunda ración de aquellas legumbres, mi madre me vino con la pregunta que yo llevaba temiéndome toda la comida.
-¿¡A que hora llegaste ayer!?
Sin embargo, en su voz había algo raro, algo que yo no acababa de creerme. No estaba enfadada (pese a comunicarse solo por gritos, yo había aprendido a diferenciar sus estados de animo). Levanté la vista de mi plato, la miré a la cara, y vi una expresión afable. “Aquí hay gato encerrado”  pensé yo. Me había visto llegar a casa, y sabía la hora que era. Quizá creía que yo no la había visto, y trataba de jugármela, así que decidí decirle la verdad.
-Sobre las siete, o algo así.
Me metí otra cucharada de lentejas en la boca, y lo mastiqué lentamente, mientras esperaba un grito como “¡SI, TE OYERON HASTA LOS VECINOS!”, pero la respuesta me dejó completamente descolocado
-¡Pues no te oí llegar! ¡Y mira que a esas horas me despierto con cualquier ruido!
No conocía la táctica que estaba usando, ni que se proponía, así que opté por hacer lo mejor: meterme otra cucharada de lentejas, y no abrir la boca. Sin embargo, para mi sorpresa, nadie dijo nada más, y acabamos la comida en paz.

Mientras estaba fregando los cacharros, me sonó el móvil. Descolgué y me puse el teléfono como malamente pude entre la oreja y el hombro mientras acababa. Diego, David y Moe llevaban ya un rato esperándome. Terminé de fregar, me pegué una ducha en un par de minutos, me puse ropa limpia, toda blanca, por que hacía un calor horrible a esas horas, y salí de casa.

Mi pueblo no es muy grande. En sus buenos tiempos llegó a albergar a unas mil personas, aunque ahora solo quedan trescientas viviendo todo el año, y quizá lleguemos a cuatrocientas en verano. Las casas, todas familiares, pegadas unas a las otras forman un par de calles a un lado de la carretera nacional que lo divide justo por el medio, y otro par al otro lado. Tiene siete bares, una iglesia, una gasolinera que quebró hace un par de años, una plaza de toros y un parque infantil. Muy pintoresco todo.
El Polear, el sitio donde solíamos quedar, era un banco flanqueado por dos árboles inmensos en un extremo del pueblo. Detrás del Polear ya sólo se extendían campos de cultivo y pastos para las vacas y las ovejas durante kilómetros y kilómetros.

Cuando llegué allí, David estaba tirado a la sombra de un árbol, Diego subido en una rama baja y gruesa, y Moe tumbado en el banco. Cada uno tenía una cerveza en la mano. Al oírme llegar Moe se incorporó, me saludó y me lanzó otra lata.
-Que detalle, Moe. Tú no eres muy dado ha hacer este tipo de regalos.
-Nadie ha dicho que lo sea.
-Como siempre, más rata que un catalán –dijo David.
No pude más que sonreír. David era catalán, y Moe salmantino.
-Está bien, te pagaré la siguiente –le concedí.
Me senté en el respaldo del banco, que era de piedra y estaba fresquito, poniendo los pies en el asiento, abrí la lata, y le pegué un largo trago.
Durante un rato, lo único que se oyó fue el murmullo de las hojas agitadas por el viento, y el piar de algún pajarillo que tenía su nido en el árbol en el que estaban Diego y David. Moe se sacó un cigarrillo, se lo llevó a los labios, sacó un zippo, recuerdo de su padre, lo abrió (¡clac!) se encendió el cigarrillo, lo cerró (¡clic!) y se lo guardó. Siempre me han gustado los zippos, me parecen muy elegantes. Se lo pedí, yo mismo me saqué un cigarrillo, me lo encendí, y tras admirar el brillo del sol en su superficie plateada, donde estaba grabada la fecha de nacimiento de Moe, se lo devolví. Acto seguido, David y Diego también se pusieron a fumar. Síndrome del Fumador, que diría mi buen amigo York. Cuando alguien se enciende un cigarrillo, cualquier fumador cercano, en menos de dos minutos, se habrá encendido uno también. Fumamos en silencio durante un par de minutos. Finalmente, Moe le dio un tiro largo, retuvo el humo unos cuantos segundos, y expiró lentamente. Sus ojos verdes, sus labios finos, su cara ancha, hasta su sempiterna cresta en su pelo negro transmitían preocupación y turbación. Hizo una pregunta que fue sólo un susurro, tan bajo, que más parecía una pregunta formulada para si mismo que para el resto.
-Tíos, ¿Qué nos pasó anoche?
Otro rato de silencio. Ninguno sabíamos que responder, así que volví a mi teoría:
-¿Amnesia selectiva?
-¿Y eso de que nos sirve? –preguntó David, enfadado de repente- Si tienes razón, ¿Qué coño significa eso? ¿Qué es lo que vimos anoche como para que nuestras mentes lo hayan borrado?
-Tío, que yo no tengo la culpa –me defendí- pero se me ha ocurrido una manera de recordarlo.
Diego saltó de la rama en que todavía estaba al suelo, le dio la última calada a su cigarro, lo tiró al suelo, y lo aplastó con el talón desnudo. Sólo llevaba unos pantalones cortos negros y una camisa blanca abierta.
-Te conozco como si te hubiera parido –me dijo, mientras sus ojos, de un azul tan claro que siempre me había parecido antinatural, se clavaban en los míos- terapia de choque, ¿verdad, jodido extremista?
Le sonreí, y el me devolvió la sonrisa, mientras asentía, y sus rizos negros bailaban alegremente alrededor de su cabeza.
-¿Qué coño significa terapia de choque? –preguntó Moe, bastante nervioso. Era el único que no lo había entendido, por que fue David el que le contestó.
-Ziprus pretende que subamos esta noche al cementerio de nuevo, y por la sonrisa de Diego, yo diría que le apoya. Y la verdad, yo también tengo intención de descubrir que coño se esconde en mi cabeza, así que también voy.
-Que remedio –suspiró Moe-. Yo también quiero descubrir que es lo que pasó anoche. Contad conmigo.

Pasamos el resto de la tarde exactamente en el mismo sitio, levantándonos sólo para ir a por más cervezas al bar más cercano (donde Moe me hizo pagarle la cerveza que le debía), y hablando de las fiestas del pueblo, que iban a ser pronto, aunque era solo una fachada, ya que por dentro no dejábamos de preguntarnos que era lo que nos había pasado esa noche en el cementerio. Yo había cambiado mi lugar, me había tumbado a la sombra del otro árbol, justo en frente de David, y era al único que le veía la cara. Llevaba el pelo muy corto, casi rapado. Tenía las orejas pequeñas, la nariz pequeña, y los labios pequeños, aunque era proporcionado. Era muy pálido, y sus ojos negros y grandes resaltaban en su cara. Y yo podía leer en todo ello la tensión, la impaciencia, y un poco de miedo. Casi hasta podía ver bajo su ropa sus músculos en tensión, como cuando esperaba una pelea. Hacía Taekwondo desde pequeño, y siempre andaba de gresca en gresca, al estilo de los antiguos guerreros, buscando a alguien que pudiese con él. Hasta la fecha, el muy cabrón no había a encontrado a nadie.
Miré a Moe, tumbado en el banco e intentando ponerse la lata de cerveza en equilibrio sobre la frente, y busqué a Diego entre las ramas de los árboles, pues había subido mucho más buscando un nido. Pensé que en los dos tendrían la misma expresión que David. Exactamente la misma que debía de tener yo. Cuando las campanas de la iglesia dieron las nueve en punto, nos fuimos cada uno a nuestra casa a cenar, quedando una hora más tarde en la plaza del ángel.

-¡Ya he llegado! –grité al entrar en casa- ¡Que bien huele! ¿¡Que hay para cenar!?
Nadie me respondió, así que decidido a descubrirlo, me encaminé a la cocina, pero vi a mi madre andando entre los trastos de la habitación de los invitados y entré a ver si necesitaba ayuda.
-¿Quieres que te…?
Me quede con la palabra en la boca. No había nadie en la habitación. Sólo había visto una sombra con el rabillo del ojo al pasar por delante de la puerta, sin embargo habría jurado que había alguien ahí dentro.
-¡La cena ya está en la mesa, y se esta enfriando!
Pegué un salto que casi llego al techo. Mi madre me estaba gritando prácticamente en el oído, y entre lo del cementerio y lo que acababa de pasar, tenía los nervios de punta.
-¡Vamos, a cenar, o te quito el plato de la mesa!
Y salió de la habitación. Yo miré una vez más a mí alrededor, y al no ver nada, fui a cenar. Supuse que era sólo producto de mi imaginación, un poco desbocada después de la aventura de la noche anterior. Con un poco de suerte, mi terapia de choque funcionaría, y otra vez volvería a la normalidad. Siempre y cuando lo que recordásemos no fuese demasiado traumático.

Llegué a la plaza del ángel cuando las campanas daban las diez y media de la noche. Como siempre, llegaba tarde, y ya estaban los tres esperándome. Curiosamente, los cuatro íbamos vestidos de negro.
-Lo siento mucho, tíos, pero no encontraba esto.
Saque de un bolsillo dos pequeñas linternas de LEDs que utilizaba mi padre en el trabajo, que son bastante potentes, y le di una a David. La otra me la quedé yo. Diego tenía una pequeña linterna en el llavero, y Moe su zippo.
-Bueno, pues vamos ya. –Dijo Diego- pero mejor por el camino largo.
Hay dos caminos que llevan al cementerio. Uno que es prácticamente en línea recta, pero que durante un trecho está rodeado de casas, y no queríamos que nadie nos viese subir al cementerio. Luego siempre nos echaban la culpa si aparecían cosas rotas. El camino largo salía por el otro extremo del pueblo, rodeaba un par de tierras, la colina en la que estaba el cementerio, y subía por la parte de atrás.
Andamos rápido, ya que gracias a la luz de las linternas se podía ver perfectamente, y no teníamos miedo de pisar alguna de las muchas piedras que había en el camino y partirnos un tobillo (a Moe ya le había ocurrido una vez) y llegamos en 15 minutos al cementerio.
Al llegar a la entrada, Moe se adelantó, abrió el candado y la puerta, y nos franqueó el paso.
David y yo avanzábamos delante, con las linternas, iluminando todo lo que podíamos, mientras caminábamos por el camino de piedrecillas. Diego habló detrás de nosotros:
-Esto todavía lo recuerdo. Llegamos hasta las escaleras, y al subirlas fue donde nos asustamos al ver a Moe corriendo hacia nosotros –aquí le pegó un puñetazo en el hombro- Luego avanzamos, y al estar a punto de llegar a la tumba de Angélica, oímos el llanto detrás nuestro. Es ahí cuando mis recuerdos se acaban.
-Los míos también –corroboró Moe- No es como en las películas: “Todo esta borroso…” No esta borroso. Simplemente, no está.
Divagaba, pensé yo.
Llegamos hasta la tumba de Angélica. Nos quedamos mirándola unos instantes, mientras David y yo la iluminábamos con las linternas. Estaba exactamente igual que la última vez que la vi, y de eso hace ya un par de años. Luego nos dimos la vuelta, como debimos darla la noche anterior. Nuestras linternas iluminaban el camino, las tumbas de alrededor, el árbol al final del camino, creciendo junto al muro. Nos quedamos casi un minuto así.
-¿Alguien siente algo? –preguntó David. Todos negamos con la cabeza- Yo tampoco.
Empecé a mover la luz de la linterna por todo el camino, buscando algo, hasta que me fijé en algo del camino.
-Mirad allí.
Me acerqué hasta lo que me había llamado la atención, y los demás me siguieron.
Todos me rodearon, y se quedaron mirando al suelo, donde yo tenía dirigido el círculo de luz de mi linterna.
-Yo no veo nada –dijo Moe- ¿Nos lo explicas?
-Mirad el resto del camino.
Barrí todo el camino con el haz de luz.
-¿No veías la diferencia? Aquí pasó algo anoche. Todas las piedras y el polvo del camino están removidas, mucho mas de lo que lo haría alguien al andar, como si alguien se hubiese peleado aquí. Y no solo eso. Las piedras están algo ennegrecidas. –iluminé la tumba que había al lado nuestro, para confirmar mis sospechas- ¡Eso es! ¡Mirad!
En el suelo había algo que con un poco de imaginación se podía reconocer como los restos de un ramo de flores envuelto aún. Se había quemado, por lo que se había convertido en poco más que un montón de plástico con algo de colorido. La parte baja de la tumba, y la hierba de alrededor, estaban chamuscadas.
-Aquí se quemó algo. –Dictaminé-.
-Entonces, me estas diciendo –dijo Diego con voz escéptica- que aquí pasó algo que hizo que toda la tierra se removiera. Y además, hay signos de que aquí ha habido fuego. ¿Pretendes que quemaron algo aquí que mientras se quemaba se agitaba y se removía? ¿Qué quemaron algo vivo?
No quería hacerlo, pero en ese momento me embargó la necesidad de hacer uso de mí, tan odiado por muchos, “humor negro”, por definirlo de alguna forma.
-Que quemaron….o que quemamos algo vivo. ¿Acaso alguno de vosotros a recuperado algún recuerdo? ¿No, verdad? Pues todas las hipótesis siguen abiertas.
No lo creía en absoluto, pero me divirtió bastante ver la cara horrorizada de todos al oírme decirlo. Después la necesidad pasó, y me sentí un poco mal por ellos, ya que por mi tono serio, se lo habían creído completamente.
-Naaaa, no creo que ocurriese nada así. Nos despertamos en el mismo sitio en el que nos desvanecimos, según nuestros recuerdos, por lo que mi teoría es que al girarnos vimos algo, y nos desmayamos. No creo que hiciéramos nada.
-Entonces, tu terapia de choque –me espetó David con voz acusatoria- nos ha traído más preguntas que respuestas.
No me enfadé en absoluto con él. Conocía a David desde hace mucho. Está acostumbrado a encarar sus problemas, y si es necesario (y casi siempre lo era teniendo en cuenta los problemas que él se buscaba), superarlos a golpes. La situación debía estar destrozándolo por dentro.
-Eso parece. –le concedí- Lo mejor será que volvamos al pueblo. Lo siento, pero parece que sólo hemos perdido el tiempo.
Mientras bajábamos las escaleras, una sensación extraña me atenazó el pecho. Dirigí la mirada hacia arriba. Sobre nosotros sólo estaban las ramas del árbol. Pero entre ellas… dirigí rápidamente la linterna hacia un lugar entre las ramas, pero no había nada. Habría jurado que había un bulto allí arriba, pero debía ser mi imaginación.
Sin embargo, al quedarme mirando el árbol, comencé a sentir algo extraño, como un picor en la nuca. Una sensación como la que tienes cuando estas pensando una palabra, la tienes en la punta de la lengua, y pese a todo no eres capaz de decirla.
Al cabo de unos segundos la sensación, como vino, se fue, y al percatarme de que mis amigos no se habían dado cuenta de que me había quedado atrás y estaban a punto de llegar a la puerta, fui tras ellos.

De vuelta en el pueblo, fuimos a comprar sendas litronas de cerveza, y a bebérnoslas sentados en la plaza de toros del pueblo, uno de los pocos sitios donde podías conseguir un poco de intimidad por las noches. Era la primera vez que sentía un aire de abatimiento y desdicha en general estando ahí arriba. El silencio era opresivo, y las caras preocupadas de los demás me entristecían, por lo que tomé una decisión.
-Tíos, no creo que podamos saber nunca lo que pasó ahí arriba anoche, así que yo voto por no comentárselo a nadie, y tratar de olvidarlo.
-Ziprus, es lo más sabio que te he oído decir en días –dijo Diego mientras inclinaba su litrona hacia mi- yo voto por lo mismo –y le pegó un largo trago a la cerveza- ¿Y los demás?
-Supongo que estamos con vosotros.
-Si, que remedio.
Y ambos le dieron un trago a sus cervezas.
-Pues nada, declaro esta inexplicable aventura, olvidada –y yo también le di un largo trago a mi cerveza- ¡A otro tema! ¿Habéis visto este verano a Cristina? ¡Por Dios! ¡Parece que cada año le crezcan más las tetas!
Todos rieron mi comentario, y la tensión se desvaneció de golpe.
-Puto Ziprus, siempre igual. –me dijo Diego, entre carcajadas- ¡Obseso!
-Puedes llamarme lo que quieras, pero estoy seguro de que este año están más grandes.
-¡O tú más salido!
-¡Que no! ¿No habéis visto esas tetas? ¡Son como un empate en un concurso de zeppelines!
-¡Salido!
-Jajajajaja!

La noche pasó rápido, entre risas, humo de cigarrillo y cerveza, y pronto empezó ha hacer frío pese a ser finales de Julio, por lo que decidimos irnos cada cual a su cama.

Eran las 4 de la mañana cuando entré en casa, con todo el sigilo posible, tratando de no despertar a mi madre, ya que ni mi padre ni mi hermano se despertarían aunque reventase una bomba en la puerta de casa.
Dejé las cosas en mi cuarto, donde mi hermano roncaba plácidamente, me puse el pijama, y me encaminé a la cocina. Al cerrar la puerta de la habitación, se me escurrió la manilla, dando sin querer un portazo de impresión. Otra vez, la ley de Murphy a tocarme las pelotas. Pude escuchar cómo se abría la puerta del pasillo que da al cuarto de mis padres, y unos pasos hacia la cocina. “Valor y al toro” me dije “Mejor la bronca ahora que amargarse mañana por la mañana”. Sin embargo, cuando abrí la puerta de la cocina, la luz estaba apagada, y no había nadie dentro.
Un sudor frío me resbaló por la espalda, y el estómago empezó a encogérseme por el miedo. Apreté el interruptor de la luz con una mano temblorosa, mientras maldecía la vieja luz fluorescente, por tardar tanto en encenderse. Sin poder contenerme más, entré en la cocina como una exhalación, y abrí la nevera de par en par para iluminar con su luz la estancia. Al hacerlo, percibí con el rabillo del ojo una sombra que salía precipitadamente por la puerta. Sin pararme a pensar, salí corriendo detrás de la sombra, pero no había ningún rastro de ella. Sin embargo, al final algo llamó mi atención, algo que hizo que se me parase el corazón en el pecho por un segundo. Me acerqué a la puerta del desván.
Para evitar que la puerta se abriese por ráfagas de viento, la manilla estaba atada con un cordón de zapato a un clavo que había en el marco. El cordón estaba suelto y balanceándose, como si alguien (o algo, se empeñó en aclararme una voz en mi cabeza) acabase de cerrar la puerta tras de sí. En ese instante, un ruido infernal me sobresaltó a mis espaldas, haciéndome casi perder el conocimiento del susto. Había dejado la nevera abierta, y el motor comenzado ha hacer un ruido espantoso.
Cuando por fin conseguí reponerme un poco, y calmar algo los latidos de mi corazón, la puerta de mi lado se abrió de golpe, llevándome otro susto de muerte y lanzando un grito de miedo y sorpresa. El ruido de la nevera había despertado a mi madre, que salía a ver que pasaba. Esta vez tuve que apoyarme en la puerta del desván para no caer redondo al suelo. Sin embargo, la puerta que lleva al desván es vieja (de ahí que la cerremos con el cordón del zapato) y con mi peso cedió y se abrió ante mí. Caí de rodillas, con el tiempo justo de poner las manos para no abrirme la cabeza contra las escaleras de cemento. Mientras estaba agachado, tratando de recuperar el aliento, mientras mi madre me posaba una mano en el hombro y me decía algo, aunque yo no oyese nada, por que el latido acelerado de mi corazón ocupaba toda mi cabeza, sentí la necesidad de levantar la vista y mirar hacia arriba. Entre la oscuridad que reinaba en el desván, al final de las escaleras, pude vislumbrar dos relucientes ojos rojos que me observaban, casi burlones. Esta vez fue demasiado para mi. Todo a mí alrededor se tornó gris, un zumbido llenó mi cabeza, y finalmente me desmayé.

Me desperté pasados unos minutos, tumbado en el sofá de casa. Tenía a mi padre encima. A juzgar por como me dolía la cara, debía haberme despertado a tortazo limpio. Era lo único que sentía de todo el cuerpo. La cara dolorida, y la cabeza llena de plomo líquido, que me impedía pensar con claridad.
-¿Estas bien, chaval?
-S…si -acerté a balbucear-.
-Vaya susto nos has pegado. ¿Qué te ha pasado?
-Igual que a vosotros, un par de sustos. Oí unos ruidos en la puerta del desván, y cuando fui a mirar, acojonado, la nevera se puso ha hacer ruido, y luego ama apareció de golpe a mi lado, y creo que me desmayé del miedo.
-No me lo puedo creer. ¡Tienes casi 20 años, y te desmayas por un par de sustos! Tienes suerte de que ya me haya quedado a gusto de pegarte, si no te daba otro sopapo. Me vuelvo a la cama.
Y se fue, dejándome ahí. Prefería que pensase que soy un cobarde, a contarle lo que en verdad había visto. O lo que yo creía haber visto. Al incorporarme, vi a mi madre sentada en el sofá de enfrente.
-¿Estas bien? –me preguntó con voz preocupada, y por una vez, no gritó.
-Si, tranquila, ya se me ha pasado. Hemos estado contándonos historias de miedo antes de volver a casa, y tenia la imaginación sobreexcitada.
-Siento haberte dado un susto así.
-No pasa nada, me lo tomaré como que me has devuelto todos los que yo te he dado a ti.
Y es que tengo una afición malsana de asustar a la gente siempre que puedo, y mi madre, medio sorda de tanto gritar, era la víctima perfecta cada vez que entraba en la cocina y estaba haciendo algo de espaldas a mí. Más de una vez casi le da un ataque, literalmente, por mis “bromitas”.
-Como me vuelvas a asustar, estas castigado todo el verano. Buenas noches.
Y también se fue. Me quedé solo en la sala, pensando. Me había desmayado de puro miedo. No podía creérmelo. Realmente, todo el tema de lo del cementerio me había puesto los nervios de punta. Entonces, me di cuenta de que estaba al lado de la chimenea, que comunicaba directamente con el desván. Me quedé mirándola durante un momento, y escuché un ruido que provenía de arriba. Era sólo la madera, que crujía por el cambio de temperatura entre la noche y el día, una diferencia de casi 10 grados. Sin embargo, decidí irme a la cama antes de escuchar algún ruido para el que no tuviese explicación.

A la mañana siguiente volví a ver al resto, pero decidí no comentar nada, ya que había sido yo mismo el que decidió que olvidásemos el tema. Esa misma tarde llegaron mi primo Xabi, y Abel. Al día siguiente, Álvaro, y Alexandra, que subió de la ciudad para estar en el pueblo para fiestas. Toda la panda al completo. Me bastaron dos noches de fiesta juntos para olvidar todo lo inexplicable que me había pasado en casa, hasta que llegó la hora de montar el local para fiestas.

El local que usamos en fiestas no es más que mi garaje, ya que mi padre tiene que trabajar en las fechas de fiestas, y el sitio está vacío. Por ello guardamos todo: la nevera, los sofás, los colchones, la barra, el equipo de música... en mi desván.
Eran las cuatro de la tarde cuando nos pusimos a trabajar. Hacía un calor insoportable en la calle, más de 40 grados al sol,  lo que quiere decir que no podías estar más de 30 minutos en el desván sin correr peligro de muerte. Basta subir las empinadas escaleras para empezar a sudar como un cerdo, no digamos ya ponerse a cargar con sofás y neveras. Pese a ello, trabajamos bastante deprisa. Nunca, ha ninguno de mis amigos, les había gustado mi desván, y a mí el que menos. Ellos no llegaron a verlo, ya que mi padre lo mandó quitar, pero cuando compramos la casa, en una pared había varios pares de grilletes. El desván siempre había tenido un aire ligeramente amenazador, y ahora, para mi, más que nunca.
Sin saber cómo, en uno de los viajes que estábamos haciendo para bajar cosas, me encontré sólo en el desván. Me quedé mirando la pared en la que habían estado los grilletes, y preguntándome si alguien habría muerto encadenado a ellos, y su espíritu seguía ahí arriba encerrado. Mis ojos se dirigieron casi solos hasta la esquina más alejada del lugar, un rincón donde nunca daba el sol, y dónde habían estado un par de grilletes que cuando los quitamos aún conservaban unas manchas que yo juraría que eran sangre. Allí, entre las sombras más oscuras, me pareció percibir una vez más dos ojos rojos que me miraban y casi parecían sonreír.
Cogí una bolsa que tenía a mano, confiando en que fuese algo para el local, y bajé corriendo las escaleras.

Aquella fue la última vez que me ocurrió algo inexplicable en el pueblo, si no contamos los tres pares de gafas con los que me desperté un día en la cama, o las mechas rubias de Moe, o el dedo del pie roto de David, pero supongo que en eso tendrán algo que ver el alcohol y las fiestas, no lo que fuera que habita en mi desván. Incluso cuando hubo que subir de nuevo las cosas, pasadas las fiestas, no volví a ver ni a oír nada raro, aunque también es cierto que tuve mucho cuidado de no quedarme solo otra vez arriba.

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